De entre el enorme abanico de géneros literarios por los que puede optar un novelista, el histórico es sin duda alguna uno de los que más lectores reúne año tras año. Son legión los aficionados a este género, ávidos por encontrar una novela que los transporte a tiempos lejanos y que los haga partícipes de las hazañas de figuras legendarias.
Además de los retos que se deben afrontar para escribir sobre cualquier género de novela (descripciones, personajes, trama, argumento, obstáculos, etc.), la novela histórica requiere que el escritor tenga muy en cuenta otros factores, si desea afrontarla con garantías de éxito.
La documentación requiere de un especial esfuerzo cuando queremos afrontar la escritura de una novela histórica. El novelista, a pesar de no ser historiador, se tiene que convertir en un auténtico experto de la época sobre la que pretende escribir, si no quiere caer en contradicciones y falsedades. Es quizás el aspecto diferenciador más importante; aunque para otros géneros también es importante documentarse adecuadamente (sin ir más lejos, la novela policíaca también requiere del conocimiento de los procedimientos policiales, por ejemplo), la histórica requiere de un grado exhaustivo de conocimiento sobre la época que se desea afrontar; desde las costumbres, el vestuario, la alimentación, la construcción, el transporte, las creencias religiosas, la moneda y un sinfín de aspectos que se deben tener en cuenta.
Otro factor importante a tener en cuenta es el de tratar de evitar a toda costa los anacronismos. Es muy fácil caer en ellos cuando menos lo sospechas. Durante el proceso de escritura, la palabra «anacronismo» tiene que estar presente en todo momento, con el fin de evitar gazapos que pueden llegar a ser muy desafortunados.
Después de haber acometido de forma tangencial en un par de ocasiones el género histórico (en «El quadre del monestir» y en «Viladrau»), en unas semanas verá la luz mi primera novela 100% histórica, de la mano de la editorial ACEN. Ha supuesto una profunda inmersión en el mundo íbero y el final de la segunda guerra púnica con el consiguiente inicio de la ocupación romana de la península ibérica. En lo que algún amigo ha calificado de «pirueta histórica», he enlazado esa época con el final del reino visigodo y la invasión bereber. De hecho, se trata de dos historias: narradas en primera persona como «memorias», me han permitido profundizar en épocas de las que la documentación es escasa y, la que hay, es la que nos ha llegado de los vencedores y de crónicas muy posteriores a los acontecimientos, con lo que su veracidad queda en entredicho.
Tanto hoy como hace 2.200 años, los temas de fondo de toda historia son los mismos: el amor, la guerra, el miedo, el honor, las creencias, la muerte, el bienestar, la familia... Aunque quizás con connotaciones distintas, no dejan de ser los temas universales. Pero, ¿cómo los afrontaba un íbero en el siglo III a. C.? ¿Y un hispano en el s. VIII? Desgraciadamente son pocas las fuentes históricas, por no decir inexistentes, y todo lo que sabemos es gracias a la arqueología, con lo que poco a poco se va avanzando en el conocimiento de esos tiempos tan lejanos. Pero queda en manos del escritor perfilar esos temas, ajustándolos a lo que se conoce de esas épocas.
Que la historia la escriben los vencedores es algo sabido. Las únicas fuentes escritas que existen sobre el mundo íbero son las de los historiadores romanos, Tito Livio y Polibio, con lo que muchos aspectos de la vida de la civilización íbera han quedado en el olvido, ya que hacen referencia a los enemigos a quienes las legiones romanas debieron enfrentarse, desde un punto de vista totalmente sesgado.
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