Templarios

París, octubre de 1307.

Abandonó París a toda la velocidad que su montura podía soportar. Ya estaba rayando el alba en el horizonte cuando llegó a la primera posta; cambió de caballo y siguió camino.

El chambelán de su padre le había hecho llegar un mensaje urgente: su progenitor estaba gravemente enfermo y había solicitado su presencia.

Jacques d’Orleans, su superior en la orden, tardó varios días en concederle el permiso necesario para visitarle; cuando le comunicó  que podía ir, lo hizo con la condición de que llevara un cofre consigo. La situación era crítica; los servicios de espionaje habían comunicado a los superiores que el rey Felipe IV y el papa Clemente V estaban orquestando una operación conjunta para poner fin a la orden del Temple. A pesar de que gran parte del tesoro templario ya había sido enviado a lugares fuera de su alcance, ese cofre contenía objetos y documentos que había que alejar de las garras de los agresores.

El hermano Jacques le ordenó que, una vez hubiera visitado a su padre, siguiera viaje hacia el sur; en Barcelona podría hallar cobijo y protección, poniendo el cofre a buen recaudo. Era de todos conocido que el castillo de su padre estaba cerca de las tierras de la corona de Aragón, donde el rey Jaime II el Justo era muy cercano a los dogmas templarios, ya que había sido educado en el castillo templario de Monzón.

Cuando llegó al castillo de Vernet, tras tres días de duro viaje sin descanso, Guy, el chambelán, salió a su encuentro.

—Señor, vuestro padre falleció anoche.

La noticia cayó sobre él como una pesada losa.

Lo acompañó a presentar sus respetos ante el cuerpo de su padre. Estaba aún en su habitación, ya vestido con sus mejores galas, rodeado de plañideras y con fray Benedict rezando el rosario.

Tras rezar unas oraciones, Guy le hizo una señal para que le acompañara. Una vez en sus aposentos, le dio un paquete.

—Señor, vuestro padre me encomendó que os diera este paquete sin que nadie más tuviera conocimiento de ello.

Cogió el paquete y se dirigió a las que habían sido sus estancias hasta unos años antes. Se sentó la la mesa del despacho y lo abrió. Para su sorpresa, contenía tan solo un montón de cartas, atadas con una cinta. Deshizo el nudo que la sujetaba y empezó a ojearlas; todas tenían como remitente a Jacques de Molay, gran maestre de la orden del Temple, y estaban fechadas desde 1295 hasta hacía tan solo unos meses.

Se sorprendió porque nunca había tenido conocimiento de la relación que hubieran podido tener su padre y el Gran Maestre, tan prolongada en el tiempo. Y también por el hecho de que su padre nunca le hubiera dicho nada al respecto.

Habían sido compañeros de armas en el pasado, mucho antes de que él naciera. Pero la mayor sorpresa fue descubrir que su padre había pertenecido a la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón; había sido un caballero templario, y su hijo no se había percatado de ello. 

¿Cuántos más secretos se ocultaban tras esas cartas que su padre escondió durante años?

Se le cerraban los ojos, a consecuencia del sueño acumulado y del cansancio, pero iba de sorpresa en sorpresa; la última carta hacía referencia a las altas metas para las que él estaba predestinado. El Gran Maestre había previsto hasta el más nimio detalle; le mencionaba su viaje portando un cofre que contenía los secretos últimos de la orden y que, tras  haberse deshecho de cualquier elemento que denotara su condición de templario, debía dirigirse a Barcelona sin dilación, donde debía presentarse a la reina Elisenda de Montcada, bajo cuya protección podría salvaguardar el cofre. Esa carta era más una guía a seguir que una carta a su padre.

Dos días después, tras haber dado cristiana sepultura a los restos de su padre y haber ordenado el futuro del castillo, a cuyo cargo dejé al chambelán, tomó el mejor caballo de las cuadras y se dirigió a Barcelona.

Simultáneamente, las huestes de Felipe IV el Hermoso habían detenido a todos los caballeros templarios en suelo francés, incluido el Gran Maestre.

A pesar de viajar de incógnito, los soldados franceses iban en busca y captura de cualquier elemento que pudiera ser susceptible de ser un monje templario y, mediante controles en los caminos, detenían e inspeccionaban a todos los viajeros. Por suerte pudo localizarlos a tiempo y, mediante largos rodeos, esquivar esos controles. Pero, cuando ya estaba llegando a Perpignan, entonces bajo control aragonés, le sorprendió una escuadra de soldados franceses cerca de donde probablemente se ubicaba la frontera entre Francia y Aragón; se dirigían hacia el norte y coincidieron en lo alto de una loma, de forma que pilló a ambos bandos por sorpresa. Gilles de Vernet intentó seguir cabalgando como si tal cosa, pero el que parecía al mando de la escuadra le dio el alto, viéndose rodeado por los cuatro jinetes.

—¡Alto ahí! ¡Nombre, procedencia y condición!

—Joseph de Vries, vengo de Flandes y soy comerciante —contestó el templario, utilizando una de sus identidades falsas.

—Vamos a ver con qué comercias… 

Gilles no podía permitir que le registraran, ya que el cofre portaba en su tapa la insignia templaria y se vería en un serio compromiso, así que prefirió tomar la iniciativa. Cuando el soldado se le acercó, le espetó un golpe con la empuñadura de su pesada espada, que desenfundó en un instante que pasó desapercibido al confiado militar. Sus tres adláteres no reaccionaron hasta que su compañero cayó al suelo con la cara ensangrentada, desenfundando demasiado tarde sus espadas ya que, en un giro de 360º que su caballo efectuó a una señal de sus piernas, Gilles les había rebanado el pescuezo de un solo mandoble. A pesar de llevar más de quince años sin entrar en batalla, mantenía sus cualidades intactas debido a las duras sesiones de entrenamiento en la casa madre de la Orden en París.

Tras ese incidente se apresuró a cruzar los Pirineos para evitar más encontronazos con la soldadesca francesa, que podía adentrase en terreno aragonés en busca de templarios pero que difícilmente se atrevería a pasar al otro lado de la cordillera. 

A los tres días avistó la ciudad de Barcelona, tras haberse detenido en el puesto templario de Palau Solitá. Allí le informaron de las nuevas que afectaban a la orden y, preocupado, siguió camino hasta las murallas de la ciudad condal, entrando como un viajero más.

La orden de persecución no había afectado aún a los monjes que habitaban en otros territorios, como las coronas de Aragón, Castilla o Portugal.

En cuanto llegó se dirigió al Palau Reial y solicitó audiencia a la reina, sin ocultar su rango y condición en la orden templaria. Como si ya esperara su llegada, le recibió de inmediato.

—Fray Gilles de Vernet, seáis muy bienvenido —le saludó la reina Elisenda.

—Mi reina, muchas gracias por recibirme sin dilación —replicó, arrodillándose y besándole la mano.

—Tenemos mucho de que hablar, estimado Gilles. Os ruego me acompañéis a mis dependencias privadas.

Lo invitó a seguirla; sin duda, no quería que su conversación tuviera testigos no deseados. Llegaron a un despacho, sobriamente decorado con muebles de calidad, y le indicó un lugar donde dejar el cofre, al que en ningún momento había aludido, sin duda conocedora de que su contenido no iba destinado a ella.

Tras sentarse quiso que le relatara todos los detalles de su viaje. Era su forma de conocer de primera mano la situación en sus tierras y en los reinos limítrofes. Al finalizar su relato, tomó la palabra.

—Vuestra misión termina aquí, buen Gilles. Yo me haré cargo del cofre y de su protección.

Aquella revelación le quitó un peso de encima. Durante el trayecto había ido pensando en su situación; la Orden sería desmantelada y él, tras más de veinte años de monje guerrero, ¿qué iba a hacer? A medida que iba marchando hacia el sur había ido clarificando sus ideas: se alistaría en cualquiera de los ejércitos cristianos que luchaban por reconquistar terreno a los moros. Por fin podría retomar las armas y luchar contra los infieles, que era su mayor ambición, y así se lo hizo saber a la reina.

—Os daré un salvoconducto para que lleguéis a Murcia sin problemas. Una vez allí, buscad a mi marido, el rey Jaime II; él os dará instrucciones para colaborar en las siguientes fases de la reconquista de la península.

Agradecido, se levantó y ya se iba a despedir cuando lo detuvo.

—Y, si regresáis alguna vez a Barcelona, no dudéis en visitarme. Será un placer escucharos de nuevo.

—El placer será mío, mi reina.

A sus apenas cuarenta años, un nuevo horizonte se dibujaba en su mente. Volver a luchar contra los infieles, después de tantos años en París, era un reto que le entusiasmaba y que afrontó con ilusión. El panorama para la Orden era muy oscuro y no tenía visos de aclararse, toda vez que la plana mayor estaba detenida, y probablemente los someterían a tortura, haciéndoles confesar todo aquello que creyeran conveniente los esbirros del rey Capeto. El objetivo de Felipe IV no era otro que eliminar la Orden del Temple y hacerse con todas sus propiedades y su fortuna, para así seguir sufragando sus campañas militares y, de paso, eliminar la cuantiosa deuda que tenía contraída con ellos.

Barcelona, febrero de 1328.

Las predicciones resultaron acertadas, y cientos de caballeros templarios fueron ejecutados en la hoguera en Francia, entre ellos el gran maestre Jacques de Molay y toda la plana mayor de la orden. Todas las propiedades y fortuna pasaron al rey de Francia y en 1314 se dio por finiquitada la Orden de los Templarios. En los otros reinos donde había monjes templarios, se les juzgó pero salieron absueltos de cualquier causa de herejía. Sin embargo, las propiedades pasaron a la administración de cada reino, que normalmente las cedió a otras órdenes, como los hospitalarios. Muchos templarios pudieron enrolarse en esas órdenes, o se convirtieron en soldados de fortuna.

Tras veinte años batallando en el sur de la Península Ibérica, los días de Gilles de Vernet como guerrero llegaban a su fin. A sus sesenta años era aconsejable dejar las armas y tomar el camino del retiro, ya que ni las fuerzas ni los reflejos lo acompañaban ya. Tras despedirse de sus compañeros de armas cerca de Gibraltar, donde estaban preparando una batalla que tendría que cambiar el destino de la reconquista, enfiló la costa hacia el este, con la idea de llegar a Valencia en pocos días. Sin prisa pero sin pausa, fue quemando etapas y, sin contratiempos, llegó a Barcelona, yendo directamente al Palau Reial, con la sorpresa de que la reina Elisenda, ya viuda, se había retirado a un nuevo monasterio que, junto a su marido el rey Jaime II, había ordenado construir a las afueras de Barcelona.

Al llegar al Monasterio de Pedralbes, preguntó por la reina a unas gentes que halló cerca trabajando la tierra. Le indicaron que estaba en el palacio adjunto al monasterio, al que había llegado unas semanas atrás. Hacia allí se dirigió, pudiendo observar la magnificencia de aquel impresionante conjunto arquitectónico.

Hacía años que se había desprendido de sus hábitos templarios, ante cuya visión los moriscos se echaban a temblar. Vestía una humilde túnica, sin cota de malla ni casco; tan solo había conservado la espada, fiel compañera durante toda su vida.

La reina Elisenda, con toda su belleza a pesar del paso del tiempo, lo recibió de inmediato, y se quedó atónita con su aspecto: su rostro ajado estaba repleto de arrugas y alguna que otra cicatriz; su rubia cabellera había desaparecido, dejando cuatro pelos canosos y dispersos y su tupida y rubia barba se había convertido en un manojo de canas. Sus vivarachos ojos azules de antaño habían adquirido un aspecto mortecino pero conservaba su planta y su porte militar.

Intentando disimular el impacto que su imagen le causó, lo recibió con la alegría de quien se reencuentra con un viejo amigo.

—¡Fray Gilles, qué alegría tan grande volver a veros!

—Los designios del Señor han tenido a bien reunirnos de nuevo… ¿Ahora vivís aquí?

—Sí, ordené construir este monasterio para mi retiro en cuanto mi marido faltase. Murió en noviembre y me acabo de trasladar, con la intención de pasar aquí el resto de mis días.

—¡Que el Señor haya tenido a bien acogerlo en su seno! Inmejorable lugar para cultivar el espíritu y fortalecer el alma.

—Y vos, ¿qué vais a hacer? —Realmente parecía interesada en su futuro.

—Viajaba al norte para dirigirme al castillo de mi familia, cerca de Perpignan, y hacer lo que vos vais a hacer aquí: retirarme y dedicar el tiempo a rezar. Pero he querido visitaros, antes de seguir camino.

—Fray Gilles, el cofre que transportasteis hasta Barcelona está aquí escondido. La idea de construir el monasterio surgió también para facilitar un lugar adecuado para el cofre, a pesar de ignorar cuál es su contenido.

—Las órdenes de mis superiores decían que el cofre debía estar a buen recaudo. No se me ocurre mejor lugar que el precioso monasterio que tuvisteis a bien edificar.

—Me preocupa que esté a expensas de cualquier desaprensivo al que se le ocurra atacar el monasterio. A pesar de estar bajo la protección de la ciudad de Barcelona, extremo que proveí personalmente otorgando un privilegio para que el Consejo de Ciento barcelonés se encargara de su defensa, me siento muy sola acompañada tan solo de doce monjas clarisas. Vuestro destino es proteger el sagrado cofre y su contenido.

La petición de la reina lo dejó perplejo. Por un lado, le seducía la idea de instalarse en el monasterio, pero por otro, le hubiera gustado ir al castillo de Vernet y ver cómo seguían las cosas por allí, tras tantos años de ausencia. A pesar de ello, no podía negarse a la petición de la reina, y nadie le esperaba en Vernet.

—Será un placer dedicar el resto de mis días a la protección del cofre. También necesitaréis un sacerdote para vuestras confesiones y las de las monjas, y para oficiar las misas…

—¡Con vos entre nosotras lo tendremos todo solucionado! —dijo, con un brillo en los ojos y una sonrisa que iluminaron su rostro—. Acompañadme, fray Gilles, vamos a ver el cofre.

La siguió hasta el claustro del monasterio. Era una auténtica belleza, un remanso de paz y tranquilidad; el lugar idóneo para hablar con Dios. Se detuvo ante una pequeña celda que daba al claustro y, extrayendo una llave de su vestido, abrió la puerta, haciéndole pasar. Era un espacio angosto, con un minúsculo altar bajo el que había un armario. Al abrirlo, apareció resplandeciente el cofre de los Templarios.

—Aquí lo tenéis, a partir de ahora vuelve a ser de vuestra responsabilidad.

Sin saber muy bien por qué, lo cogió con las dos manos y lo elevó. Ante su sorpresa, sonó un ligero click en la cerradura y la tapa se abrió. Lo posó sobre el altar justo a tiempo de que una potente luz, que se empezó a proyectar desde su interior, no lo cegara. Un cáliz de oro se elevó del cofre y se posó suavemente sobre sus manos que, sin darse cuenta, había levantado para ir a su encuentro. La luz ya inundaba la estancia y salía hacia el claustro.

—Por si os quedaba alguna duda, aquí tenéis la confirmación de vuestro destino —dijo la reina, en tono solemne.

La luz se fue difuminando y el cáliz se posó junto al cofre. A medida que iban acostumbrando la visión a la penumbra de la celda, pudieron observar que dentro del cofre había unos pergaminos. El templario los cogió y desplegó. El más pequeño era un mapa, pero a simple vista fue incapaz de determinar el lugar que representaba. El mayor contenía un texto en latín.

—«Yo, Jacques de Molay, último gran maestre de los Caballeros del Temple, dejo para la posteridad las indicaciones para hallar la ubicación exacta de las reliquias de Jesucristo, con instrucciones precisas para que, quien las descubra, las proteja de la avaricia y las ansias de poder inherentes al género humano. Al leer estas palabras, a quien el cáliz escoja será el siguiente guardián del tesoro de los templarios. Si el cáliz ha venido a vos, es que sois el protector del cofre y último de los Templarios. Vuestra misión es proteger su contenido de la avaricia de los hombres y perpetuar nuestro legado. Si habéis violado el cofre, vuestra muerte estará cercana».

Se quedaron atónitos ante aquellas palabras. El texto seguía.

—«El contenido de este cofre debe llegar a futuras generaciones, hasta que aparezca el caballero que continuará con los sagrados designios de la Orden del Temple, ya que podrá descifrar el misterio del mapa y encontrar el tesoro. Hasta entonces, el cofre debe quedar protegido y alejado de manos y ojos no deseados. Vuestra misión será protegerlo y ocultarlo hasta que un nuevo protector del cofre os releve».

Una vez leído, pergaminos y cáliz se elevaron y se introdujeron de nuevo en el cofre, cerrándose la tapa con un nuevo click. La reina y el fraile no salían de su asombro, pero las palabras eran claras. Él era el protector del cofre y el último Templario.

Fray Gilles de Vernet pasó el resto de sus días al servicio del cofre, protegiéndolo y evitando que fuera descubierto por personas no deseadas. Al fallecer, la reina lo ocultó sin decirle nunca nada al respecto a nadie hasta que, en 1364, antes de morir, le encomendó a la entonces abadesa la misión de ocultarlo y evitar que fuera visto por nadie, haciéndole jurar que tal labor iría pasando de abadesa en abadesa, a medida que pasara el tiempo.

Y así fue hasta que, en 1466, las monjas se vieron obligadas a abandonar el monasterio a raíz de la Guerra Civil catalana. La entonces abadesa decidió llevarse consigo el misterioso cofre, oculto entre sus pertenencias. Terminada la guerra, en 1472, pudieron regresar al monasterio y el cofre recuperó el mismo lugar que había ocupado hasta que fueron expulsadas: la celda de la Piedad, en la planta baja del claustro. Ese lapso de seis años sería el único en que el cofre abandonara el monasterio.

Las abadesas se iban sucediendo y el encargo iba pasando de una a otra hasta 1640, fecha en que la Guerra de los Segadores rompió la cadena definitivamente.

Sor Teresa de Sentmenat, entonces abadesa del monasterio de Pedralbes, ante el peligro inminente de una guerra que nadie podía predecir cuánto duraría, decidió ocultar el cofre de forma que nadie lo encontrara. Para que quedara constancia, hizo pintar un cuadro del lugar donde estuvo escondido durante siglos, con la intención de hacerlo llegar al abad de Montserrat, mediante un destacado miembro del Consejo de Ciento barcelonés, bajo cuya protección estaba el monasterio

Francesc Calvet, el pintor que ejecutó el encargo, le hizo llegar al político el lienzo, adjuntando una nota en la que, sarcásticamente, hacía alusión a que algo muy importante tenía que estar escondido en el lugar representado como para que quedara plasmado en un cuadro.

El cuadro nunca llegó a su destino. La guerra impidió que fuera enviado, y fue pasando de colección en colección hasta el siglo XX, al igual que el manuscrito del pintor que, metido en el interior de un libro de teología, dio vueltas por toda Europa hasta llegar a Berlín. La información de que el lugar representado en el cuadro era el escondite de algo relacionado con Jesucristo no fue revelada hasta 1935, cuando el Ministerio para la Información y Propaganda de Goebbels logró reunir el cuadro y el manuscrito de Calvet. 

Terminada la II Guerra Mundial varios oficiales nazis, que estaban al corriente del asunto, se exiliaron a Argentina, llevándose consigo el cuadro y el manuscrito.

Al no citar en qué monasterio se encontraba, la búsqueda fue infructuosa, hasta que Fernando, un detective privado de Barcelona, ayudado por su mentor Javier Fernández, tomaron cartas en el asunto. Fernando y Javier se habían visto involucrados indirectamente en la caza de criminales nazis que llevaba a término el Mossad, y en 1982 tuvieron la oportunidad de examinar y fotografiar tanto el cuadro como la carta del pintor en Buenos Aires.

Barcelona, julio de 1992.

Habían pasado diez años desde entonces, cuando la intervención de un sacerdote resultó vital para revelar el escondite del supuesto tesoro. Fernando había sido contratado por el padre Vicenç para investigar un robo en su parroquia, y aprovechó la ocasión para mostrarle las fotos del cuadro y la carta. A sugerencia del sacerdote, fueron al monasterio de Pedralbes por si podían localizar el rincón representado en el lienzo.

Localizaron el lugar pintado en el cuadro de 1640 durante una inspección ocular, identificándolo como la celda de la Piedad, en el claustro del monasterio.

Tras pedir los permisos correspondientes, se habían citado para acometer las obras necesarias con el fin de extraer el misterioso tesoro. A pesar de estar a las puertas de la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1992, las autoridades eclesiásticas no quisieron dilatar el que podía ser el mayor descubrimiento de la historia de la cristiandad.

Fernando recogió a Javier y en quince minutos ya estaban en la puerta del monasterio. Allí ya los esperaban el padre Vicenç y Jesús Colom, encargado de la conservación, que los acompañó hasta la celda de la Piedad, donde unos operarios estaban preparando el material para empezar los trabajos. Fernando les indicó el lugar exacto donde tenían que picar y empezaron de inmediato. Bajo una capa de cal blanca apareció la pared de piedra. 

El padre Vicenç, Colom, Javier y Fernando observaban, expectantes; los albañiles estaban sacando escombros cuando uno de ellos salió de la celda al claustro cargado con un antiguo cofre, cubierto de restos de moho y humedad, y lo depositó sobre la mesa de trabajo que habían habilitado para la ocasión. Tenía refuerzos metálicos oxidados en las aristas y las esquinas y presentaba una tapa abovedada. En la tapa eran visibles los restos de una tela blanquecina con una cruz roja.

Ya se disponían a averiguar la forma de abrirlo cuando les sorprendió una voz, firme y autoritaria, que les ordenaba levantar las manos.

—Vamos a ver qué habéis encontrado… ¡Tú, abre el cofre! —ordenó la voz a Fernando, mientras lo amenazaba con una Luger.

Quien había aparecido era Friedrich Schwartzmann, hijo de uno de los criminales de guerra más buscados, el cual, al terminar la II Guerra Mundial, se exilió a Argentina junto a muchos otros oficiales del régimen nazi. Desde siempre había estado al corriente de la importancia de localizar el escondite del tesoro supuestamente escondido en una iglesia o monasterio, y aprovechó su estancia en Barcelona como miembro del Comité Olímpico argentino para investigar al respecto. Conocía a Fernando y a Javier, ya que habían intervenido en el desmantelamiento del entramado empresarial que su padre y otros altos oficiales nazis habían creado después de la guerra para dar cobijo a los nazis exiliados. No le costó mucho seguir a Fernando hasta el monasterio.

Atemorizado, Fernando cogió un martillo y una palanca y se dispuso a forzar la tapa del cofre, ya que no había ninguna llave a la vista para la cerradura que presentaba en el frontal. Pero, en cuanto Fernando lo tocó, la tapa se abrió como por arte de magia. Friedrich, impaciente por ver lo que contenía, se acercó, emocionado por descubrir lo que dos generaciones de nazis habían perseguido sin conseguir averiguarlo.

Con la sorpresa dibujada en su sonrosado rostro, y sus azules ojos abiertos de par en par, exclamó:

—¡El cáliz de Jesucristo!

Ante ellos, entre otros objetos, apareció un reluciente cáliz dorado, repujado y con unas inscripciones aparentemente indescifrables. Con la emoción del descubrimiento y la obsesión dibujada en su rostro, Friedrich cogió el cáliz con sus manos, dejando de apuntarlos con su Luger, momento que aprovechó Fernando para hacerse con el arma.

—Deja eso donde estaba, desgraciado —le ordenó, encañonándolo con la pistola.

Friedrich no hizo caso. Abducido, levantó el cáliz, disponiéndose a asestarle un golpe con él a Fernando cuando éste, sin dudarlo, le descerrajó un disparo a quemarropa en el pecho. Al tiempo que los operarios salían corriendo, aterrorizados, el cáliz rodó con estrépito por el suelo del claustro mientras el cuerpo sin vida de Friedrich caía desmadejado.

Fernando se quedó pasmado, intentando asimilar que había acabado con la amenaza de aquel mal nacido, mientras el padre Vicenç confirmaba la muerte de Friedrich, cerrándole los párpados y haciendo la señal de la cruz. Tras unos instantes que necesitaron para tomar consciencia de lo ocurrido, Fernando echó un vistazo al cofre. Rodeado de alhajas y otros objetos, apareció un pergamino enrollado que, al desplegarlo, vieron que contenía otro más pequeño, que Fernando extendió: se trataba de un rudimentario mapa con inscripciones que le parecieron ilegibles.

El padre Vicenç no vaciló y cogió el pergamino grande.

—Está escrito en latín, a ver si soy capaz de descifrarlo… 

El sacerdote leyó las mismas palabras que había pronunciado fray Gilles de Vernet 664 años antes.

Se quedaron los cuatro boquiabiertos, sin poder asimilar lo que el padre Vicenç estaba diciendo. Siguió leyendo. 

—«El contenido de este cofre debe llegar a futuras generaciones, hasta que aparezca el caballero que continuará con los sagrados designios de la Orden del Temple, ya que podrá descifrar el misterio del mapa y encontrar el tesoro. Hasta entonces, el cofre debe quedar protegido y alejado de manos y ojos no deseados. Vuestra misión será protegerlo y ocultarlo hasta que un nuevo protector del cofre os releve».

En ese momento, una potente luz blanca empezó a iluminar el claustro, a la vez que una intensa niebla se apoderaba del espacio, apareciendo progresivamente la figura de un antiguo caballero. Un escalofrío recorrió a los presentes, causado por su presencia y por el súbito descenso de la temperatura. Y, para terminar de causar la sensación de irrealidad que estaban experimentando, el cáliz, como si hubiera adquirido vida propia, se elevó del suelo y se posó suavemente sobre las manos del caballero, que las había levantado para ir a su encuentro.

Vestido con una túnica blanca con una gran cruz roja en el pecho, con cota de malla, casco y una enorme espada colgando del cinto, el caballero se aproximó a Fernando, haciéndole entrega del cáliz; acto seguido, con lo que parecía una sonrisa de alivio pintada en el rostro, desapareció haciendo una reverencia, difuminándose en la bruma.

Se hizo el silencio. La luz fue apagándose, la niebla desapareció progresivamente y la temperatura ambiental recuperó la normalidad. Fernando, incrédulo ante lo que acababa de presenciar, se quedó mirando el cáliz, sujetándolo con ambas manos, ante los rostros de asombro de sus acompañantes.

—¿Han visto lo mismo que yo? —consiguió decir, tras unos minutos de silencio.

—Sí, hijo, y esto va mucho más allá de nuestro entendimiento —contestó el cura, aún impactado por lo sucedido e intentando encontrarle un sentido.

—Y ¿qué se supone que tenemos que hacer? —Fue Javier quien intentó volver a un plano más terrenal.

—Si no les parece mal, yo soy de la opinión de que todo esto que acaba de pasar tiene que quedar entre nosotros —dijo Colom, muy consciente de las consecuencias que podría conllevar la revelación de tales sucesos.

—Pero algo habrá que notificar al arzobispado… —opinó el padre Vicenç, incómodo ante la perspectiva de ocultar información a sus superiores.

—Deje eso de mi cuenta, padre Vicenç. Con decir que no había nada, asunto resuelto. Si no me equivoco, este cofre lleva aquí escondido desde la fundación del monasterio, hace casi setecientos años, y aquí debe seguir.

Se hizo un incómodo silencio. Fernando depositó de nuevo el cáliz en el cofre y el padre Vicenç enrolló los pergaminos.

Fernando y Javier se despidieron del cura y de Jesús Colom. Acordaron mantener el secreto, no haciendo partícipe de lo ocurrido a nadie más, y decidieron dejar pasar unas semanas para asimilar lo sucedido, quedando en reunirse pasados los juegos olímpicos.

Después de unas semanas de tregua, se reunió la que denominaron «sociedad del cofre». Decidieron correr un tupido velo y salvaguardar los documentos junto con el contenido del cofre en la misma ubicación en la que estuvo esperando casi siete siglos. Tras meditarlo detenidamente, los cuatro habían llegado a la misma conclusión: era un tema demasiado delicado como para sacarlo a la luz y, para evitar males mayores, era preferible mantener el status quo. Y es que, de descubrirse las reliquias a las que hacía mención el pergamino, las disensiones entre las grandes religiones podrían incrementarse hasta niveles muy peligrosos para mantener la frágil convivencia reinante.

Fernando, como guardián del cofre templario, se encargó personalmente de ocultarlo de nuevo. Quedaría en manos de futuros guardianes si era conveniente o no dar a conocer su contenido al mundo.

©Arturo Guinovart, 2024. Todos los derechos reservados.

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